21 de xul. de 2010

Bolboretas y mariposas

Manuel Menor no Xornal:

A finales de los cuarenta y comienzos de los cincuenta, los maestros de Primaria echaban mano de la vara de avellano con frecuencia. Entre otras sinrazones, para imponer el castellanismo a la fuerza. Dentro de la tecnología del momento –tizas chirriantes en un encerado mal encarado, correspondida en los escuálidos pupitres con pizarrines y pizarras de difícil negritud–, era habitual que el dómine dibujara con impreciso acierto una diversidad de objetos y seres habituales en el entorno de los niños. La interactividad pedagógica exigía, a continuación, que, según se fuera requerido, en voz alta o por escrito –en el encerado–, los críos dijéramos en castellano la denominación correcta de lo expresado en aquellos dibujos. El paso siguiente, en tan limitada metodología, casi siempre era una secuencia de gritos y reconvenciones, en que era normal que las puntas de los dedos y las palmas de las manos salieran seriamente afectadas. Pocos –y a veces ninguno– sabían nombrar en castellano lo que no se podía decir en gallego dentro de aquel extraño recinto. Y eso pasó un día con el dibujo de una bolboreta: no teníamos ni idea de que hubiera que decir “mariposa” cuando, comparativamente, la nuestra nos parecía una palabra insuperable.

Fue peor en Bachillerato. La mayoría de los pocos que pudieron cursarlo, hubo de pasar por algún internado de corte seminarístico o similar. En el que frecuenté, el problema se adentraba en la vida cotidiana. Si te pillaban hablando gallego en cualquier conversación era falta grave, objeto de sanciones, incluida una multa en metálico. Para detectar a los infractores –la inmensa mayoría, pues casi todos éramos de pueblo–, tenían una especie de radares de captación de incautos, más desarrollados que los de la DGT. Cada mañana, los vigilantes hacían circular un papelito, a partir de algún confidente. Éste apuntaba en él, a continuación de su nombre, el del primer infeliz que pillara desprevenido, quien, a su vez, debía hacer lo propio. Así, sucesivamente, iban cayendo registrados en el papel los más inocentes, hasta la llegada de la noche en que regresaba a manos del prefecto que lo había puesto en circulación. Un breve estudio del mismo, su longitud y la calidad de los nombres pillados in fraganti, determinaba la dureza de castigos que sobrevenían: pescozones, copias, “educativas” posturas de rodillas o con los brazos cruzados, hasta horas inclementes... O lo peor: que aparentemente no pasara nada, pero que quedaras apuntado en “la negra”. Era ésta una agenda donde nuestro preceptor más entusiasta iba tomando nota, siempre de manera secreta y a veces bajo forzadas acusaciones adicionales, de nuestras continuas infracciones al puntilloso reglamento. Cuando el humor de este individuo quería sembrar el terror, convocaba alumnos a la puerta de su habitación. La paciente precisión de sus registros, con día y hora exactos, infundía el temor de que era omnisciente o casi y nos predisponía contra las cosas muy peligrosas. Entre ellas, el hablar gallego. Sigo teniendo pánico para escribirlo en normalidad después de tanto tiempo. Incluso, después de haber estudiado detenidamente los análisis de Michel Foucault sobre tales prácticas de vigilancia y castigo gratuito.

Un amigo de entonces –también en la diáspora– resume aquellos años diciendo: “se nos descoidamos, fórmannos”. Mientras, en el interior, hay nuevos prefectos vigilantes de nuestra lengua materna para garantizar que todo sigue igual: ¿a dónde iríamos a parar si a una mariposa se la pudiera decir volvoreta con normalidad en cualquier asignatura?

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