Sólo Monte Pío sabe la utilidad de semejante línea argumental o el grado de delirio al que puede conducirnos disputar en el país un partido de brigadistas mal equipados contra incendiarios que sólo existen en verano y cuando se ocupa el poder. Ya lanzado, su alma de tertuliano pudo más que su prudencia de presidente. Una inoportuna selección de adjetivo en una rueda de prensa ha permitido a la oposición acusarle de falta de respeto a los muertos. Un cargo desproporcionado que confunde la credibilidad de las merecidas críticas respecto a un dispositivo contraincendios chapucero en su gestión, cutre en sus medios e improvisado en su diseño, acaso porque todos los gobiernos tienden a pensar que los incendios son algo que le pasa a los otros. Esta temporada nos han ayudado una climatología pudorosa y los restos de la herencia dejada por el doloroso aprendizaje del bipartito. El año que viene, la humedad, el viento o los incendiarios dirán, como de costumbre.
Constatada la imposibilidad de extraer lecciones de lo quemado, tal vez convenga concentrar esfuerzos en no perder más tiempo jaleando el intercambio de las acusaciones de siempre y afrontar con mejor espíritu otro debate emergente más productivo: la financiación de obras públicas en colaboración con la iniciativa privada. Aunque tanto la fórmula como su discusión resultan novedosas y complejas, ya hemos avanzamos mucho y muy rápido por la autovía de la simpleza. Cuando la derecha de aquí recurre a la financiación privada, la izquierda local se rasga las vestiduras y menciona cual mantra maldito el verbo prohibido: privatizar. Cuando la izquierda de allí recurre a la fórmula de colaboración con la iniciativa particular, la derecha local le acusa de perpetrar un nuevo aldraxe o relata la mítica ruptura del sagrado Pacto del Obradoiro, con José Blanco en el papel de Miniyo. Oyéndoles, cabe preguntarse qué comerá esta gente, en qué planeta vivirá y, sobre todo, en qué mundo piensan qué vivimos los demás, para no cansarse nunca de tratarnos como a niños.
En una dirección más sugerente e inteligente, hace pocos días, Pedro Puy, el portavoz económico del PP, pedía un gran acuerdo político para regular la colaboración público-privada. A la espera de que informe también a los suyos y logre convencerlos de las bondades de una idea feliz que claramente no comparten aún, la leal oposición bien podría plantearse la opción de renunciar a otra inútil carrera por ganar un nuevo campeonato de obviedades y optar por hacer un poco de política. Puede incluso que este tiempo de crisis, privación y austeridad, sea un excelente momento para afrontar con criterio y sin complejos las oportunidades y los severos dilemas que plantean los limites para la financiación privada de lo público. Qué puede o no pagarse recurriendo al dinero particular. Cuáles son las garantías a establecer para que la financiación privada no devore la condición de bien o servicio público. O qué ganan los inversores privados y qué precio resulta asumible para los clientes públicos. Podemos buscar respuestas claras, o distraernos optimizando la propaganda de unos y otros. Pero lo malo de esa política construida sobre simplezas y eslóganes es que, tarde o temprano, hay que pagarla.
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